Consideramos la urbe como nuestro hogar. Ella nos facilita la vida, nos proporciona comodidad, nos brinda una cierta sensación de seguridad y crea la ilusión de que tenemos control sobre nuestros quehaceres. Sin embargo, de vez en cuando, llega un momento de saturación; los pitos de los carros suenan un toque más estridentes, tanta edificación nos enjaula y las calles asfaltadas empiezan a parecer cintas mecánicas de fábrica donde, a diario, objetos con poco sentido son fabricados por unos seres humanos que apenas respiran.

Entonces, acosa el desequilibrio.

El motor de la evolución humana, la mente, empieza a dudar, a cuestionar, a pedir un respiro, y el cuerpo comienza a sentir el azote de la rutina.

Es menester encontrar el equilibrio.

En esta ocasión, voy en busca del equilibrio al campo colombiano. La travesía inicia en el Valle de Cocora y nuestras botas dejarán las últimas huellas en la tierra húmeda del Páramo de Romerales, precisamente, en la morada calurosa de una campesina llamada Mabel. Ella es la capataz de La Primavera, una finca que alberga aventureros que buscan respirar el aire de los Andes a 3.800 metros sobre el nivel del mar. El punto más cercano de ‘civilización’ es el Valle de Cocora, entre cuatro y cinco horas de camino a pie cuando los pies pertenecen a los hijos de doña Mabel; ellos bajan de la montaña cada domingo para estudiar en Salento y vuelven a subir cada viernes para ayudar a su mamá a atender el constante flujo de caminantes que transitan estas tierras con miras a ascender la congelada cima del majestuoso Nevado del Tolima. Cuando los pies son de un citadino como yo, la caminata demora entre diez y doce horas.

En el campo los sonidos son otros y las vistas varían también. Los pitos y zumbidos de los carros son remplazados por los silbidos y zumbidos de los pájaros y el canto gutural de los arroyos que bajan del páramo. De vez en cuando se oye el sonido de un gajo de pasto arrancado por una vaca pastando. En el bosque de niebla los árboles y arbustos casi no permiten tener una vista amplia, pero la gran gama de tonos de verde y café entretienen los ojos de una manera que los edificios de la ciudad no logran. Más arriba, en el páramo, la gran extensión de tierra adornada con miles de frailejones despeja la mente cansada de las preocupaciones de la urbe. De repente, una perspectiva tan abierta lo hace sentir a uno como una hormiga insignificante caminando por los vellos del cuerpo colosal de la madre tierra. Por la amplitud del páramo se evapora la claustrofobia creada por la urbe, y la sensación de libertad toma su lugar. Los ojos cansados de ver la misma contaminación de la urbe a diario se deleitan con la variedad de texturas, colores y formas de la vegetación en el páramo.

Para el caminante las condiciones climáticas son amenazantes, la fatiga de subir faldas incesantes con un morral pesado a lomo es demoledora, el paso se hace lento, inseguro y, a veces, interminable por el embarrado camino…

…pero, se logra el equilibrio tan anhelado.

El paso por estos paisajes pintorescos me obliga a rumiar sobre una cuestión moral. Es común que la gente se refiera a la tierra como la ‘madre tierra’. Al cuestionar esa construcción léxica, se me ocurre una posible explicación. Asociamos la palabra madre con alguien o algo que da vida. La tierra es una madre porque de ella brota la vida e igual que las madres humanas, ella es bondadosa y da sin esperar nada a cambio. Una observación cuidadosa y crítica de la forma de vivir a la que nos hemos acostumbrado la mayoría de los seres humanos revela que existe un desequilibrio en esa relación con nuestra gran madre. Se puede observar que tomamos más de ella de lo que realmente merecemos. De hecho, no solamente tomamos mucho de ella, sino que abusamos de las condiciones creadas por ella para sostener la vida. Desde la antigüedad, el ser humano se ha puesto él mismo en un pedestal superior donde las demás formas de vida deben estar a su disposición para hacer o deshacer lo que él crea conveniente para su bienestar. He aquí donde radica la cuestión moral – ¿qué nos hace superior a las demás formas de vida?, y ¿qué derecho moral tenemos de crear semejante desequilibrio en nuestra relación con la tierra y las condiciones de vida que ella proporciona?

Mi cuestionamiento no está ligado a la continuación de la vida humana en el planeta. No abogo por la sostenibilidad y el equilibrio para asegurar condiciones de vida para futuras generaciones. Me parece egoísta esa razón porque reafirma la postura del ser humano de proteger sus intereses a futuro. Hago un cuestionamiento del desequilibrio con base en la reciprocidad y la bondad. La tierra en su composición variada – la vegetación, el agua, el aire, el suelo, la vida no humana, en fin, todo el ecosistema – nos proporciona las condiciones para vivir una vida ‘buena’, entonces ¿por qué no somos capaces de ser responsables y ‘buenos’ con ella? La concepción de una vida ‘buena’ puede ser muy subjetiva; me refiero a una vida sin excesos innecesarios, necesidades falsas creadas por intereses económicos y políticos.

Una relación plenamente equilibrada con la tierra no es posible. Nuestra mera existencia significa una relación desventajosa para el planeta porque todo lo que hacemos deja una huella dañina en su cuerpo. Sin embargo, controlar nuestro voraz apetito para consumir y reflexionar críticamente sobre esa relación con ella puede conllevarnos a minimizar el desequilibrio. Un ecosistema es como una obra de arte; la armonía y coexistencia entre los seres vivos es tan admirable y fascinante como las notas musicales de una melodía alucinante o las manchas de pintura en un fresco valioso. Es nuestro deber cuidar semejante obra de arte que es la madre tierra.

por SHAMIR SHAH
Picolorense