¿Qué escribir después de una salida como la que acabamos de hacer 17 caleños y caleñas al desierto de la Tatacoa? Mucho, ¿pero por dónde empezar si todo llamó la atención? Hasta la aridez de su tierra nos resultó fascinante. La escasez de lluvia, que ha dado al terreno la forma de un inmenso rompecabezas de más de 300 kilómetros cuadrados, provocó en nosotros unas sonrisas y expresiones de admiración que solo son comparables a la alegría de un niño estrenando juguete. Y sí, estábamos estrenando juguete natural, incluso quienes hacía muchos años habían visitado La Tatacoa “de la mano de papá” o con otro grupo de amigos, pusieron carita de pastel. Tales gestos pintaron nuestras caras de caminantes. Caras de alegría frente a un cactus, una arañita roja o un burrito de anteojos. Nos deslumbró la bella y pequeña flor del espinoso cactáceo y un tierno cabro gris.

Déjenme contarles que a quienes orgullosamente nos llamamos senderistas, de felicidad nos dan ganas de llorar cuando nos acaricia el viento y enloquecemos cuando vemos nieve (en otras partes claro) o cuando vemos un nacimiento de agua en un desierto como éste, ubicado entre los municipios de Aipe y Villavieja, al norte del departamento del Huila, Colombia. También nos da mucha tristeza cuando en otros lares, los incendios forestales, provocados por manos criminales o descuidadas queman hectáreas de bosque.

Eso fuimos, errantes humanos, muy humanos, más humanizados que nunca por parajes que enloquecen. Cómo no sentirse medio corrido y con ganas de reírse hasta la saciedad motivada al poder observar partecita de la Vía láctea. Ese fue uno de los regalos que nos dio nuestro “hobby” de caminar y caminar. ¡Es que la pudimos ver! “Noooo que maravilla”, “qué verraquera”, dijimos henchidos de emoción varios de los allí extasiados. Estábamos en un sitio fantástico, lejos de la luminosidad citadina.

Sin luz en la ciudad nos hemos sentido incómodos, inseguros, insatisfechos, pero en el “desierto” muy agradecidos. Allí la oscuridad marcó unos instantes que nos ayudaron a incrementar la fascinación por el misterio celeste que encierra esa parte del mundo tan lejana e inspiradora que está allá arriba, iluminada por estrellas y poblada por brillantísimos planetas como Saturno. Saturno, ese gigante tan lejano se dejó ver con la ayuda de un telescopiote; tiene la bellísima forma de un dije de oro blanco. Igualmente, el reconocimiento de constelaciones como la de Escorpión logró que por fin muchos le vieran las antenas, “esas que nunca había podido comprender”, de acuerdo al comentario de una de nuestras compañeras de viaje.

También nos deslumbró la arquitectura natural del desierto (bosque seco para otros). No, perdón, lo que más nos deslumbró fueron esos edificios y torres rocosas, cuevas y gruesas paredes de piedra y arena, incluso con forma de media luna o de ovni, de tortuga, cabeza de perro y de cocodrilo entero, diseñados y construidos todas con el arte de los vientos o del agua cuando cae y corre. Al ver las cárcavas, sentí ganas de correr, y lo hice, ¿pero adivinen qué?, no son tan fáciles. Son bajitas pero al treparlas no fueron tan fáciles. Fue un asunto de cuidado, como todo lo relacionado con la naturaleza. Esa que nos brinda tanto y nos pone a sentar cabeza, o mejor, que nos baja la caña cuando la desafiamos y la irrespetamos.

Parte gris del desierto de la tatacoa

Pasamos por el ovnipuerto, un espacio acondicionado por ufólogos. “Chopo” nuestro gran guía, contó que allí se han reunido a cielo abierto, nalguita al piso, hasta seiscientas personas que confían en la existencia de seres de otros planetas. Personas que escuchan de entre ellos a unos terrestres más convencidos de esa existencia y que quizá han “enloquecido” por tal presencia o aproximación. Según le contaron a nuestro orientador del camino, tal como le pasó hace algunos años a una chica que acampó allí cerca, quien salió corriendo y gritando en total transformación síquica hasta desaparecer por tres días, tiempo después del cual fue hallada “toda deshidratada” y recuperada para este lado del mundo.

Este pasado fin de semana, puente festivo del viernes 15 de agosto en la noche hasta el lunes 18 del mismo mes, del 2014, será para nosotros y nosotras una gran jornada de reconcilie con la vida.

Es lo interesante de cada salida que hacemos para “caminar más que un perdido” por placer, por salud y porque nos da la gana. “Es que no entiendo porque no lo hacen quienes nos admiran y sienten admiración por este tipo de actividades, es tan fácil”, decía una de las Marticas con las cuales nos hicimos compañía en esta ruta. “Esto es fabuloso, fácil y a veces hasta barato” dije yo.

Llegada a Aipe, Huila

A las 5 y 30 de la madrugada después de 9 horas de viaje, sin anestesia o mediar palabra, nos prendieron las luces internas del bus. “Llegamos” dijo René, (de Picoloro) expresando el nombre correcto del pueblo que yo repetí equivocadamente a alguien que no alcanzó a escucharlo, “que llegamos a “Epia” dije. Que papayaso para las risotadas. “¿Cuál Epia?, Aipe”, me corrigieron con amabilidad y el mamagallismo que ofrecía la ocasión. Todavía borrachos de sueño: a cargar morrales señoras y señores, a caminar con el morral a hombros o arrastrando maleta. Buscamos tintico, encontramos juguito de naranja y “bizcochos” (pandebono huilense). Reímos, sudamos, desayunamos, montamos en lancha, atravesamos un pitico del río Magdalena y nos sentimos orgullosos por ello.

En Cali habíamos comprado agua, atún, pan, frutas (muchas frutas), macadamia, cucarachitas y turrones. Armamos las carpas. Vimos “volar” a algunas de éstas. Sacudimos arena y polvo a lo loco de nuestros zapatos tenis, botas y sandalias. Descansamos, dormimos, roncamos, hicimos chichí, nos despertamos y saludamos. Desayunamos, salimos a caminar, a “DESERTIAR”. Pedimos fotos a diestra y siniestra a don Omar, subimos, bajamos, volvimos a hacerlo. Chupamos sol y escuchamos los cuentos y las historias de Chopo. Creímos y no creímos algunas de ellas. Chopo nos “fosilizó”, es decir, nos habló de fósiles y de xilópalos a la lata. Montamos en chopotaxi, conversamos y volvimos a reír. Disfrutamos y “soportamos” a las risueñas y a la bullosa, es decir, me soportaron, soporté a quien se “las picó de serio o de seria”; admiramos a Sebas el valiente cuya fregada rodilla lo puso a caminar diferente hasta mostrarse como el más guapo de todos. Comieron cabrito, hicimos ensalada, jugamos bingo, esperamos con ansia esos almuercitos que nos salvaron de rodar cortados por el filo del hambre. Pisciniamos y volvimos al campamento. Fuimos al observatorio, luego volvimos a acampar, escuchamos a jóvenes borrachitos confesar penas familiares, dormimos y madrugamos. Desbaratamos y guardamos carpas. Regresamos a Cali felizmente “cochinos” (cochinos algunos y algunas). Estiramos los huesitos, despertamos el pie dormido. Buscamos tres mil veces hasta encontrar ese papelito guardado para reclamar la maleta en el terminal de La Sultana. Abordamos taxi, pero sobre todo, nos despedimos con cariño, con gratitud, con satisfacción por haber vuelto sanos y salvos, con un fuerte olor a achiras en los morrales, cargados de cansancio y ganas de volver o enlistarnos pa’ la próxima.

Picoloro en el Desierto de la Tatacoa

por JACKELINE CLEMENT GRISALES
Picolorense